Por Robert W. Goldfarb
<https://www.nytimes.com/es/people/robert-w-goldfarb/>
6 de octubre de 2018
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<https://www.nytimes.com/2018/10/02/well/live/the-secret-to-aging-well-contentment.html?ref=nyt-es&mcid=nyt-es&subid=article>
A los 88 años, sigo siendo un corredor competitivo que
siempre llega
hasta los últimos metros de una carrera para cruzar la línea
de meta
después de haberlo dado todo. La línea de meta de mi vida se
está
acercando y espero alcanzarla tras haber entregado lo mejor
de mí a lo
largo del camino. He estado entrenando mi cuerpo para
cumplir las
exigencias de este tramo final. Sin embargo, me pregunto si
debí haberle
pedido más a mi mente.
No tengo problemas para llevar a mi cuerpo a un gimnasio o a
una línea
de salida. He logrado convencerme de que si no hiciera
ejercicio,
desataría a los muchos depredadores que buscan a sus presas
ancianas en
los sillones, pero no en las caminadoras. Cuanto más sudaba,
más
probable era que mi internista continuara exclamando: “Sigue
así y te
veré el siguiente año”. Era mi manera de mantener a raya
aquella temida
frase: “Señor Goldfarb, me temo que le tengo malas
noticias”.
Por otro lado, mi mente se muestra más reacia a someterse a
la
disciplina, pues se comporta como si tuviera voluntad
propia. He
practicado “juegos cerebrales” en internet, en los que
resuelvo
problemas algebraicos que aparecen solo un segundo en la
pantalla y
redirijo trenes virtuales para evitar que se estrellen. He
asistido como
oyente a clases universitarias y he participado en una
evaluación de
retroalimentación neuronal a partir de los impulsos
eléctricos de mi
cerebro. No obstante, estas son solo distracciones
ocasionales que jamás
se acercan a mi determinación de mantenerme físicamente apto
a medida
que mi edad avanza.
A pesar de tener
muchos amigos de 70, 80 y de más de 90 años, he tardado
demasiado en darme cuenta de que la manera en que
respondemos al
envejecimiento es una decisión que se toma en la mente, no
en el gimnasio.
Algunos de mis amigos más saludables se comportan como
víctimas del
tiempo. Ven la vida como un desfile de decepciones: dolores
y
padecimientos, tecnología confusa, hijos que no los visitan,
médicos
apresurados
Otros amigos, cuyas rodillas
y caderas adoloridas son los menores de sus problemas
físicos,
encuentran consuelo en su capacidad de aceptar la edad avanzada
tan solo
como otra etapa de la vida con la cual lidiar. Usaría la
palabra
“heroica” para describir la manera en que afrontan el
envejecimiento
mientras este drena la fuerza de su mente y su cuerpo,
aunque ellos no
tardarían en tachar ese calificativo de exagerado.
La manera en que respondemos al envejecimiento es una
decisión que se
toma en la mente, no en el gimnasio.
Uno de esos amigos hace poco me llamó desde un hospital para
decirme que
una convulsión cerebral repentina lo había vuelto legalmente
ciego. Me
interrumpió cuando comencé a decirle cuánto lo sentía: “Bob,
pudo ser
peor. Pude haberme vuelto sordo en vez de ciego”.
A pesar de todo el tiempo que paso levantando pesas y
ejercitándome, me
di cuenta de que me falta la fuerza para decir esas
palabras. De pronto
se me ocurrió que he pagado el precio de ser un “adicto al
gimnasio”.
Si existe algo en común entre los amigos que envejecen con
una agraciada
aceptación de los ataques de la vida eso es la satisfacción.
Algunos de
quienes sufren incapacidades que cambian la vida —mi amigo
ciego, otro
con dos prótesis de pierna— son más serenos y se quejan
menos que
quienes sufren padecimientos leves. Aceptan las
incertidumbres de la
edad avanzada sin rendirse ante ellas. Algunos me han dicho
que la
sabiduría adquirida a lo largo de los años ha hecho que sea
más fácil
navegar la vejez que el caos de la adolescencia.
Me quedó claro que me faltaba —y debía encontrar— la
satisfacción que
esos amigos habían alcanzado. Las horas que pasaba
ejercitándome me
habían dado seguridad, pero no satisfacción.
La pesa de 15 kilos que ya no intento levantar me recuerda
que no falta
mucho para que llegue el día en que levantar cualquier peso
o correr
cualquier distancia sea una exigencia demasiado grande para
mi cuerpo.
Mi cerebro tendría que convertirse en el músculo en el que
dependa para
vivir esos últimos años con la paz y el propósito que otros
habían
encontrado. La edad debía ser algo más que lo que es
evidente frente a
un espejo.
Algunos me han dicho que la sabiduría adquirida a lo largo
de los años
ha hecho que sea más fácil navegar la vejez que el caos de
la adolescencia.
Sin embargo, en vez de transformar mi vida por completo con
la esperanza
de llevar a cabo un cambio fundamental en la manera en que
afrontaba el
envejecimiento, sentí que lo mejor sería comenzar con pasos
pequeños:
adoptar un nuevo enfoque para situaciones que enfrento a
diario. Un
almuerzo reciente fue el ejemplo perfecto.
Siempre me ha parecido extremadamente difícil concentrarme
cuando estoy
en un lugar ruidoso. Durante ese almuerzo con un amigo en un
restaurante
al aire libre, un jardinero comenzó a limpiar hojas con un
soplador
desde abajo de los arbustos que rodeaban nuestra mesa.
Normalmente, tras una interrupción tan ruidosa, habría dicho
de golpe:
“¡Esperemos a que termine!”, para después callarme. Cuando
el estruendo
por fin se acabara, mi irritación habría drenado cualquier
cordialidad
de la conversación. Todos habrían recordado el almuerzo por
mi reacción
furiosa al bullicio y no por el placer que nos hubiera
provocado.
Me preocupó que incluso una distracción pasajera pudiera
evitar con tal
facilidad que disfrutara del almuerzo con un gran amigo y me
llevara a
una situación sin placer alguno. Quería que ese almuerzo
fuera distinto
y decidí seguir el ejemplo de los amigos de mi edad que
saben que se les
están acabando los momentos alegres y no permiten que nada
interfiera
con ellos. Simplemente hablan más fuerte y aceptan el ruido
por lo que
es: una molestia temporal.
Los años que he pasado en gimnasios me enseñaron a ignorar
punzadas y
otras distracciones que jamás permitiría que detengan mi
rutina o mi
hora de correr. Decidí fingir que el ruido era un calambre
que sentía
mientras hacía abdominales. Lo ignoraría en vez de permitir
que
terminara con nuestra conversación.
Seguí hablando con mi amigo, retándome a escuchar el ruido
mientras lo
mantenía a la distancia. La disciplina que me es tan
familiar en el
gimnasio —esta vez aplicada a mi mente— resultó ser igual de
eficaz en
el restaurante. Fue como si hubiera llevado a mi cerebro a
un centro de
acondicionamiento mental.
Aprender a ignorar el rugido de un soplador de hojas
difícilmente me
vuelve apto para encontrar la satisfacción durante mi paso a
una edad
cada vez más avanzada, pero me fui del almuerzo sintiendo
que por lo
menos había dado un pequeño paso para cambiar los
comportamientos que me
obstaculizaban el camino hacia esa satisfacción.
¿Podría emplear la misma disciplina para aceptar con
dignidad el declive
inevitable que me espera: la fragilidad, la pérdida de
memoria, la
audición y la vista debilitadas, la muerte de mis amigos y
la línea de
meta inminente? Las piernas ejercitadas y un corazón que
late con fuerza
me habían llevado a superar parte del camino, pero ahora el
desafío era
encontrar esa satisfacción dentro de mí. Espero que esa
conformidad me
guíe mientras me abro camino a lo largo del sendero que aún
debo recorrer.
Robert W. Goldfarb es consultor de gestión y autor de
“What’s Stopping
Me From Getting Ahead?”.
Tomado del "The New
York Times es" <https://www.nytimes.com/es/>