(SELECCION
DE RELATOS TOMADOS DEL LIBRO EN PREPARACIÓN)
San Juan de los Remedios Villa Clara Cuba. foto facebook
Una gran leyenda surgida en el tiempo es
Remedios. Aquí y ahora se apresta a contar sus secretos a través de relatos,
lecturas y vivencias, fabulaciones, experiencias y recuerdos. EL ANDAR EN LA
VILLA expone una selección de textos donde el autor aporta recuerdos propios como
testigo de excepción, habla del fenómeno social sobre una de las poblaciones más antiguas del
país, una ciudad pequeña pero de raíces muy profundas en lo histórico y
cultural. Toca lo humilde y afectivo de su gente, características fundamentales
de esta localidad situada en el norte central cubano. De ello da fe el cronista
quien dice sentirse deudor de las generaciones que han de irrumpir para quienes
dedica anécdotas y estampas, hechos y situaciones, narra y juega con lo real y
la fantasía, anda por el universo creativo de las verdades y los mitos.
(Tomado de la nota de presentación)
MANÍA DE
SIGLOS
Es cuestión
de todos los tiempos. Algo que se repite por siglos. Tal vez haya quienes
recuerden con facilidad los más famosos apodos, personas conocidas en su
momento con esa carga social, por ejemplo, el caso de los Siete Juanes
-aquellos de la leyenda, los cuales fueron un día tras el Güije de La Bajada-,
ellos eran Juanes célibes conocidos por: Chicharrón, Boniato, Patudo, Pericoso,
Calzones, Tayuyo y Manises; pero, ahora quisiera recordar personajes con
sobrenombres conocidos en épocas más recientes, los cuales han sido manejados
por todo el pueblo.
El nombrete
o mote nos viene de lo más profundo de la imaginería popular, muchas veces no
puede indicarse con precisión qué dio origen y permanencia a la identidad
casual de algunas personas, que surgió la mar de las veces ni se sabe cómo.
Quizás fueron por características individuales o palabrejas que acostumbró a
decir el mismísimo agraciado. Han sido expresadas con afecto y admitidas con la
mayor naturalidad; otras tantas, a modo de mofa, serían respondidas con enojo y
violencia.
Mi niñez y
adolescencia transcurrieron hace décadas oyendo todo eso y no he olvidado una
buena lista de nombretes. Resulta extensa, de tal manera que pareciera como si
cada quien en el pueblo tuviera el suyo propio. Entre ellos:
Manolo,
Chirriplita (zapatero de oficio); Arturo, La Grulla (músico parrandero); Cheo Cangrina (vendedor de dulces); Copiolo
(zapatero de oficio y músico popular); Pedro, Mastuerzo (yerbero); Mariano,
Agua bella (vendedor de agua y periódicos); Vicenta, La del paraguas (personaje
popular); Elvira, La bataclana (personaje popular); Rafaelito, El cojo (pinche
de cocina y limpiador de contenes); Castillo, Michelín (agente de pasajes);
Pedrito, El bobo (mandadero).
Entre otros
más: Saturnina, Sietesayas (personaje popular); Enrique, Caralampio (pintor de
brocha gorda); Serpentina, rumbera de la calle (personaje popular); Esteban,
Nochebuena (tabaquero de oficio); Ramón, El Tibolero, (empleado de limpieza);
Julio, Problema (tabaquero de oficio); Fabio, Casimirillo (zapatero de oficio);
Guarapo (personaje popular)...
Todo
aquello parecía lo más normal del mundo, era el reconocimiento dado por la
población a personas rebautizadas de modo tan especial; no obstante, mi tío
Manolo planteaba que nunca les dijera sus motes cuando fuera preciso tratar con
ellos, mejor averiguara antes sus verdaderos nombres y no les llamara de tal
manera, así me respetarían más pues un apodo siempre conllevaba dosis de burla,
antipatía o falta de consideración. Esa enseñanza se quedó conmigo para
siempre.
Y de los
nombretes, está claro, no han terminado nunca. Los de ahora, es cuestión de
valorarlos usted mismo, incluyendo el suyo propio si lo tiene; porque si se le
ocurriera ponerse alguno, ése, se le queda.
PARADERO DE
TODOS
Por nada del
mundo quería perder aquella distracción, por eso apuraba a mi abuelo para
llegar al paradero y ver la entrada del ferrocarril, él me aquietaba: “Hay
tiempo, chico”. Aquellas cuadras eran interminables, parecían estirarse, se
multiplicaban ante mis ojos.
Juanelo,
con su saludo al paso también insistía: “No te apures, tienes tiempo”. En las
mañanas cruzaba este hombre frente a mi casa vestido de ferroviario, con una impecable
casaca de dril color gris plomizo muy planchada. De andar ligero, al
adelantarnos, pensé más preocupado todavía: pronto llegará el tren. Ah, suspiré
al dar los últimos pasos al entrar en la estación.
En el salón
de espera el ajetreo era constante. Unos sacaban boletines, las carretillas
estaban llenas de paquetes y maletas, había un movimiento inusitado y a la vez
algo de quietud en muchas personas; de todo aquello, el repiquetear del
telégrafo era persistente y me gustaba ver el rollo de la larga cinta de papel
que salía de una especie de carretel y lo envolvían en otro; mi abuelo decía
que con ese sistema sabían por dónde venía el tren.
A lo lejos
se sentía el pitar repetido de la locomotora: UAU-UAU-UAUUU. La gente miraba
los relojes de pulsera o el grande que colgaba de una pared, sabían que en
breve llegaría la máquina seguida de sus coches. Y en efecto, minutos, casi
instantes después avanzaba aquel monstruo resoplando, botando vapor por un
montón de lugares y un chorro de humo por la chimenea, era una imagen demasiado
intensa.
Desfilaba
aquella enorme mole, alta, de muchas ruedas, tocando una campana. Y parecía
estremecerse todo. En esos precisos momentos yo me resguardaba tras la reja de
la puerta principal que daba acceso al andén y mis manos sujetaban duro el
entretejido de acero como para salvar la extraña sensación de temor que
provocaba en mí pero sin dejar de mirarla casi en atrevido desafío. Chirreaban
los frenos y el tren detenía la marcha.
El jefe de
la estación hacía sonar el silbato y repetía los avisos. Entonces se agitaba
todo. Iban y venían informaciones y advertencias. Los pasajeros descendían y
saludaban a los familiares que les habían aguardado, otros ya estaban listos
para abordar y levantando sus manos decían adiós. De los vagones de carga
sacaban rápidamente los bultos y subían otros. El potente pitazo de la locomotora
anunciaba la próxima partida. Qué emocionante, qué inolvidable y bello era este
paseo.
Sí, es
cierto, no debía apurarme tanto pues la puntualidad era absoluta en los tiempos
de “las locos” de vapor, eso lo aseguraba todo el mundo. En cuanto a mí, al oír
desde lejos los pitazos indicando la entrada del tren que llegaba de La Habana,
por siempre me quedó en el recuerdo aquella impresión de verme agarrando la
reja del paradero, como acostumbran a llamarle en Remedios a la estación del
ferrocarril situada al final de la calle Máximo Gómez, digo, de la Calle del
Paradero.
NOCTURNIDAD
PARA VIUDAS
De boca en
boca trasladan la noticia, aparece una nueva viuda. Otro lugar a tener muy en
cuenta cada noche, ya que un encuentro con tales visiones no deja de impactar y
aunque sea asunto conocido inspira temor, también preocupación, pues nunca se
conoce el propósito que persiguen estos raros seres. El comentario se
generaliza.
Cada viuda
y su ubicación fijan una alerta para todo el pueblo. Desde ese instante, los
novios adelantan la despedida tras visitar a sus amadas y buscan otros caminos
para retornar a sus hogares o el simple transeúnte nocturno que desanda
desviará su ruta. Todo el mundo evita el choque con esas ánimas en pena al
decir de algunos conciudadanos.
Resulta un
riesgo andar tarde por puntos bien conocidos de famosas apariciones: el
callejón de la Academia de Música, la calle Adolfo Ruiz, la de El Carmen, y
hasta otra en zancos y vestida de negro allí por Brigadier González y la
Avenida. Nadie tiene interés en ver siquiera uno de esos fantasmas, entes de la
noche y de las calles pues hasta dicen que están armadas y son capaces de
atacar.
Se
desconoce en realidad qué busca la viuda o por qué actúa, son muchas las
suposiciones: queda la duda si son mujeres
agazapadas en sitios oscuros para
vigilar a un marido escurridizo o quien está aguardando la hora precisa para
introducirse en la cama donde espera el calor de una mujer.
Acaso el
surgimiento tenga conexión con La Viuda Alegre, la famosa opereta del húngaro
Franz Lehar o con los enmascarados del Carnaval de Venecia. No se sabe
exactamente cuál fue la primera ni la última acá en Remedios, eso sí, siempre
se han exhibido con el rostro oculto y envueltas en amplias telas blancas
preferentemente, costumbre o ardid que en pasados tiempos diera buen resultado
para ahuyentar a los indeseados.
La viuda
resultó un pretexto, una fórmula para atemorizar a los más ingenuos, una figura
en calles de la villa, una realidad convertida en mito, misteriosas visiones
convenientemente disimuladas en oscuros portones y tapadas desde arriba hasta
abajo… ¡Uy, qué susto!
REINA DE LA
NOCHE
Inexplicablemente
en la torre de una de las iglesias de mi pueblo vive la reina de la noche.
Aseguran los más observadores que nunca de día se le puede ver. Sólo privilegia
en ocasiones a los más perseverantes cuando es más oscura la noche pero nunca a
la misma hora. Entonces lanza su
inigualable sonido. Justo en ese momento mi tía y creo que toda la gente en
Remedios dice o piensa la exclamación: ¡solavaya! sumado a otros maleficios
salidos de las más viejas costumbres heredadas de siglos atrás. Es así como la
estiman.
Una noche
mi hermano iba por una de aquellas estrechas calles cuando en uno de sus
hombros le cayó del cielo un golpe caliente, blandujo y blancuzco; miró
sorprendido hacia lo alto y vio en pleno vuelo a la reina, imaginó que le había
castigado por andar tan tarde. Fue a partir de ese momento cuando supe con
claridad que aquello provenía de un ser viviente, no de la muerte ni cosa
parecida.
Desde ese
instante me interesé por la reina como nunca antes. Me puse al habla con los
trasnochadores, esos que andan por el parque a altas horas. Hubo hasta quienes
la maldijeron, otros me hablaron bien de ella, sin inconvenientes ni
vacilaciones.
-Es el
pájaro más grande que anda en la noche, por esa razón nunca lo verás de día.
Está cubierto de plumas blancas y ese estridente chillido para unos y otros, es
su verdadero canto-. Así me contó el viejo Ferrer y me invitó a observar el
campanario con su telescopio a la siguiente noche.
A unas tres
cuadras instaló el artefacto de mirar la Luna y otros astros. Al enfocar la
parte más alta del campanario a penas se podía encuadrar la ventana por la cual
debía salir la reina, pasó el tiempo, eran casi las once cuando saltó hasta el
borde de la baranda. Fue en ese preciso instante que pude verla en detalles y
yo no salía de mi sorpresa, era robusta, su rostro achatado con dos ojillos
redondos. Miró hacia todas partes como si estuviera indecisa.
Mi conocido
dijo en voz susurrante que ella estudiaba la dirección del viento para
disponerse a salir con rumbo próximo al Sur; pero cuando volví a observar, la
reina se lanzaba al vacío. Fue un momento indescriptible. Yo no podía salir de
mi admiración, y lo más extraordinario se produjo cuando pasó sobre nuestras
cabezas lanzando su grito nocturnal, ese mismo que erizaba a los temerosos
vecinos.
A la
siguiente noche el viejo maestro acabó por descorrer el resto del misterio. Me
contó que la reina era ovípara y pertenecía a una variedad de ave milenaria en
nuestro suelo, que tiene otras parientas rapaces más pequeñas pero de
costumbres diurnas, entre ellas: el sijú, el cotunto y hasta el cernícalo.
-Mira, esa
es nuestra fauna, hay que conocerla y no temerla. Los expertos también han
encontrado restos de un ave extinguida que vivió en suelo cubano y que fue
mucho mayor que la reina; parece que esa lechusona anduvo por los cielos en
tiempos remotos cuando existían animales gigantescos ¿qué te parece?-. Terminó
sonriente cuando nos despedimos.
Para mí
nunca pudo ser desde entonces un animalejo o bicho del demonio al decir de los
timoratos, tampoco he podido llamarles lechuzas a las lechuzas sino reinas de
la noche y cuando oigo su potente canto o las veo pasar como si fueran una
silueta blanca por el negro cielo, me digo: ahí va una reina de la noche. Así de sencillo.